En Brasil no existe la cadena perpetua.

Como mucho te pueden caer 30 años.

Aunque seas un asesino, un pedófilo o un violador.

Sólo hay una persona condenada a cadena perpetua: yo, el infrascrito.

No la pasé entre rejas. La pasé viviendo como un ciudadano libre… pero con la lástima, la rabia y la condena de todo un país.

Mi país, Brasil.

Un “error” mío nos costó el título de campeones del mundo en 1950.

Era la Copa del Mundo organizada por mi país.

Era el Mundial que debíamos ganar.

Era el Mundial que íbamos a ganar.

Uno a uno. Faltaban veinte minutos. Fue suficiente para que Brasil levantara la Copa Rimet al cielo del Maracaná.

No era una verdadera final.

Era el último partido de un grupo de cuatro equipos.

Nosotros, Suecia, España y Uruguay.

Vencimos a suecos y españoles con tal facilidad que nadie, pero nadie, tuvo una sola duda sobre nuestra victoria final.

Siete a uno a Suecia y seis a uno a España. Nuestros rivales en ese último partido entre nosotros y la primera victoria de mi país en un Mundial, en cambio, lo habían pasado muy mal. Un tres a dos contra Suecia con un gol en los minutos finales e incluso un empate contra España, dos a dos, en el otro partido.

Aquel día sólo necesitábamos un empate.

Sin embargo, ese entusiasmo colectivo, esa certeza abrumadora y absoluta no había contagiado al equipo. Conocíamos bien a Uruguay.

Sabíamos muy bien lo fuertes que eran, aunque estábamos jugando como nunca lo habíamos hecho en nuestras vidas.

Dos meses antes habíamos jugado contra ellos tres veces en menos de dos semanas.

Estaba en juego la Copa del Río Branco. Un desafío que se juega todos los años entre nosotros, los brasileños, y la ‘Celeste’.

Dos partidos y en caso de empate se juega un tercero: la “bella”.

¿Sabes cómo resultó? Que en el primer partido, en Sao Paulo, el 6 de mayo, ellos ganaron cuatro a tres. En el segundo, en Río de Janeiro, ganamos tres a dos. El “bella”, también en Río, lo ganamos uno a cero.

¡Dios sabe lo reñidos y equilibrados que fueron esos partidos!

No, ninguno de nosotros se hacía ilusiones.

Sabíamos que sería una batalla más y que los aluviones de goles marcados contra Suecia y España podríamos olvidarlos.

Pero para todo Brasil no fue así.

Teníamos que ser nosotros los que levantásemos esa Copa al cielo. No podía ser de otra manera.

Enseguida supimos que no sería un paseo.

Tuvimos un comienzo fulgurante, pero Uruguay no se limitó a defender como habían hecho Suecia y España.

Se replegaron sobre sí mismos con mucho cuidado, pero una vez en posesión del balón estaban más que dispuestos a hacernos daño.

Varela, su capitán, colocado por delante de la defensa, comandó el juego, limitando las incursiones de Zizinho y Jair, mientras que Schiaffino, con su gran técnica, puso en movimiento hábilmente a sus tres delanteros Ghiggia, Miguez y Morán.

No, no iba a ser en absoluto un paseo.

La primera parte terminó cero a cero.

En el vestuario nos dijimos que podía haber salido bien. Que no teníamos que contentar a nadie. Que no importaba si dábamos espectáculo o no. Lo importante era ganar el Mundial y el cero a cero nos lo permitiría.

Empezó la segunda parte.

Empezó lo mejor que pudo.

Friaça, nuestro lateral derecho, tras una bonita combinación con Ademir, puso el balón en el fondo de la red.

El Maracaná explotó.

Y no sólo por los petardos que se lanzaron al aire… 200.000 personas celebrando hacen mucho ruido.

Luego hubo como una “suspensión”. Varela, con el balón bajo el brazo, no paraba de hablar con el árbitro y el juez de línea quejándose de algo. Sólo que Varela hablaba en español y el árbitro en inglés. Todo el estadio enmudeció. El silencio se apoderó del Maracaná. Todo el mundo intentaba entender qué pasaba. No había nadie cantando, bailando o celebrando.

Cuando se reanudó el partido, sin que nadie hubiera entendido lo que había pasado, la tensión había bajado.

Pero pronto nos dimos cuenta de una cosa: que los uruguayos no tenían ninguna intención de levantar la bandera blanca mientras nosotros no sabíamos muy bien qué hacer.

¿Buscar el segundo gol que cerrara definitivamente el partido o mantener la calma, dormir el partido y dejar pasar los minutos?

Estábamos ya en el ecuador de la segunda parte cuando Ghiggia, que nos había creado problemas durante todo el partido, arrancó por la banda derecha.

Llegó casi sin ser molestado al área.

Me preparé para la parada.

Pero Ghiggia no disparó. Puso el balón hacia atrás, hacia el borde del área, donde Schiaffino llegaba a toda velocidad. Remató de volea, golpeando el balón perfectamente.

Uno a uno.

Con casi veinticinco minutos por jugar.

La nuestra fue una reacción del corazón.

No del cerebro.

Volvimos a lanzarnos al ataque. No era así como queríamos levantar nuestra primera Copa del Mundo. Pero todo había cambiado. En las gradas y en el campo.

Un gol de Uruguay simplemente no formaba parte del “guión” previsto.

El silencio se apoderó del Maracaná. Todo volvía a estar en juego.

Uruguay defendía con orden. Ese orden que habíamos perdido, heridos y confundidos por su gol.

Faltaban once minutos para el final cuando Varela frustró por enésima vez una jugada de ataque nuestra.

Abrió la jugada por la derecha para Ghiggia.

Éste se la pasó a Pérez, que se la devolvió unos metros más adelante.

Ghiggia se lanzó hacia nuestra portería por enésima vez.

Por enésima vez saltó a nuestro defensa Bigode con facilidad.

Estaba de nuevo delante de mí, exactamente igual que un cuarto de hora antes.

¿Iba a repetir la misma jugada pasando el balón al centro del área o iba a disparar a puerta?

Me decidí por la primera opción. Di un pasito, pequeñito, hacia el centro del área.

Fue la peor decisión de mi vida.

Esta vez Ghiggia no puso el balón en el centro del área.

Ghiggia disparó a puerta.

En el primer palo, donde había dejado unos centímetros más de lo necesario.

Intenté compensarlo.

Ya estaba listo para lanzarme a la derecha para interceptar ese centro que nunca llegó.

Llegué a tiempo para reaccionar.

Incluso toqué el balón con la mano izquierda.

Esperaba haber hecho lo suficiente para desviarlo a córner.

Entonces llegó el silencio.

Un silencio irreal, de esos que te dejan sordo.

En ese momento todo se aclaró para mí.

Me di la vuelta, esperando un milagro.

En lugar de eso, el balón estaba allí, besando la red de la portería que yo tenía que defender.

Uruguay estaba por delante.

Uruguay era en ese momento campeón del mundo.

Empecé a rezar.

Caminé de un lado a otro hasta mi área de portería.

Y mientras tanto rezaba.

Rezaba para que Ademir, Zizinho, Friaça o alguno de mis compañeros marcara el gol que nos devolviera la Copa.

NUESTRA Copa.

Ese gol no llegó. Uruguay ganó el partido y ganó la Copa del Mundo.

Fue una tragedia. Para todos. Para nosotros los futbolistas, para el plantel y para todo el país.

Lo que no podía imaginar es que la tristeza y la decepción se transformaran en pocos días en frustración, en rabia ciega y en una loca y cruel búsqueda del culpable.

Se encontró al culpable.

Su nombre era MOACYR BARBOSA NASCIMENTO.

… El abajo firmante. “

La “condena” de Moacyr Barbosa fue una de las páginas más atroces, injustas, vergonzosas y repugnantes de la historia del fútbol brasileño.

Y lo fue porque aquella derrota tuvo, en realidad, motivaciones y “padres” muy diferentes de los de aquel portero que encajó aquel gol decisivo desde no más de siete u ocho metros, sin oposición de ninguno de sus compañeros.

La historia fue en realidad muy distinta.

Los que estuvieron allí aquel día saben que las cosas salieron de otra manera y que el pobre Moacyr Barbosa pagó mucho más que los verdaderos responsables de aquella derrota.

Hay que recordar que al final del partido nadie la tomó con Barbosa.

Flavio Costa, el seleccionador brasileño, y todos los jugadores de la Seleçao sabían perfectamente cómo habían ido las cosas.

No, en aquel vestuario al final del partido nadie le señaló como responsable de aquel auténtico drama deportivo.

Bigode, el hombre desplegado a la izquierda de la defensa brasileña, fue literalmente ridiculizado por Ghiggia durante todo el partido.

En los dos goles uruguayos fue Ghiggia quien, tras deshacerse de Bigode con facilidad, entró primero en el área brasileña sirviendo a Schiaffino el balón del empate y luego marcando él mismo el segundo y decisivo gol.

Durante algún tiempo, Bigode sólo salía de casa para ir a entrenar o a jugar con su equipo, el Flamengo, de ahí la presión y la vergüenza que sentía por su actuación de aquel día.

Luego todo acabó. La gente se olvidó de él.

Porque sólo había un culpable: Moacyr Barbosa.

En el centro de la defensa, con la tarea de dar cobertura a sus compañeros, jugó Juvenal, también del Flamengo.

Aquel día dio muy poca cobertura.

Fue el propio Ghiggia quien admitió en una entrevista, tantos años después, que “nos sorprendió lo fácil que fue aquel día penetrar en la defensa brasileña, normalmente tan organizada y férrea”.

Sólo que para Juvenal no fue como para Bigode simplemente un mal día.

La noche anterior a la final, el apuesto Juvenal Amarijo Amanso obtuvo permiso para abandonar el retiro debido a “problemas familiares” no especificados.

Probablemente su familia estaba esa noche en el Dancing Avenida, un famoso club del centro de Río, porque fue allí donde Juvenal pasó la velada… regresando al hotel a altas horas de la noche y completamente borracho.

Enseguida quedó claro que su estado no era el ideal para jugar un partido tan importante, pero su sustituta en el equipo, Nena, estaba lesionada, por lo que Costa no tuvo más remedio que desplegar a Juvenal, que fue un fantasma durante todo el partido, totalmente incapaz de cerrar los huecos abiertos por la “Celeste”, especialmente los de la izquierda de la defensa brasileña, la zona donde Ghiggia había hecho estragos durante todo el partido.

La cosa no acabó ahí.

Bigode, Juvenal y Barbosa.

No fueron los únicos responsables de aquel día.

La preparación de aquel partido fue un desastre total y absoluto.

A las siete de la mañana del 16 de julio, los jugadores de la selección brasileña fueron obligados a asistir a una misa “propiciatoria” organizada por una emisora de radio local, lo que les obligó a madrugar.

De vuelta al hotel, leen los periódicos de la mañana. Entre ellos está el diario “O’Mundo”, que sale con una foto de la selección brasileña. Encima de la foto hay un titular: “Estos son los campeones del mundo”.

El almuerzo está previsto para las 11 de la mañana.

Los jugadores y el personal acaban de sentarse a la mesa cuando Cristiano Machado, el candidato presidencial, aparece en el hotel. Pronuncia un largo discurso en el que felicita a los jugadores por su inminente triunfo y les promete mares y montañas en caso de victoria electoral.

Luego se suceden Adhemar de Barros, candidato al Senado, y Eduardo Ríos, Ministro de Educación.

No hay paz.

Incluso llega una delegación de aficionados del Vasco de Gama, el equipo del delantero centro Ademir, que insiste en despedirse de su ídolo.

Flavio Costa decide que ya es suficiente.

“Basta. Así no podemos preparar un partido. Vámonos ya al Maracaná”.

Suben a un minibús que les lleva al estadio. Llegan a los vestuarios, donde por fin pueden comer algo.

Un bocadillo de queso.

Apenas tres horas antes del partido.

La “guinda del pastel” llega minutos antes de que salten al terreno de juego.

Costa está preparando el partido con las últimas instrucciones tácticas a sus jugadores.

Le interrumpe un agregado del Maracaná.

Se espera urgentemente a los jugadores en el campo”.  El Alcalde de Río de Janeiro, Angelo Mendes de Moraes, decide ocupar el centro del escenario dirigiendo también un discurso al equipo, a las 200.000 personas que llenan las gradas del Maracaná y a todos los brasileños pegados a la radio.

El discurso es el siguiente: “Futbolistas brasileños… dentro de unos minutos seréis campeones del mundo. Vosotros que no tenéis rivales en todo el planeta. He cumplido mis promesas construyendo este maravilloso estadio para vosotros. Ahora cumplid las vuestras: convertiros en campeones del mundo”.

… su busto, erigido a la vista de todos en la entrada del Maracaná, fue destruido al final del partido.

Fue el único acto de vandalismo de aquel 16 de julio de 1950 …

ANÉCDOTAS Y CURIOSIDADES

Durante el resto de su existencia, Moacyr Barbosa tuvo que aguantar de todo.

“Cada vez que entraba en un lugar público había bromas, risitas de burla e incluso insultos descarados. Si con el tiempo no hubiera aprendido a superarlo y a mantener la calma, ahora estaría en la cárcel o en el cementerio”.

En 1993, la selección brasileña se preparaba para el Mundial de Estados Unidos del año siguiente.

Barbosa se encontró al pasar por donde la selección estaba en el campo de entrenamiento para esa pasantía. Decidió entrar para saludar a los jugadores y al personal.

Fue rechazado de forma muy brusca y maleducada por los guardias de seguridad… especialmente instruidos por Mario Zagallo, el director técnico de aquella selección, que se opuso rotundamente a la entrada de Barbosa, de 72 años.

¿El motivo? ‘Da mala suerte’, fue la triste justificación de Zagallo.

Uno de los episodios más conmovedores fue relatado por el propio Barbosa poco antes de su muerte en 2000.

“Un día estaba en un supermercado haciendo la compra. Se me acercó una señora con su nieto. Me miró, señaló a su nieto y me dijo: “¿Ves a ese señor? Es el que hizo llorar a todo Brasil hace tantos años”.

Lo que desgraciadamente todo el mundo olvidó enseguida fue que Moacyr Barbosa fue considerado el “Mejor Portero” de aquel Mundial y que fueron sus paradas las que evitaron la estrepitosa eliminación de Brasil en la primera ronda, en el partido contra Yugoslavia.

Moacyr Barbosa, el primer guardameta negro en la historia de la selección brasileña, muy probablemente habría estado al menos entre los convocados para la expedición de Brasil a Suiza en 1954 si no hubiera tenido que renunciar por una lesión de rodilla.

Lesiones que fueron una constante en su carrera (se mencionan catorce fracturas diferentes) pero que no le impidieron acabar a sus casi 42 años con más de 1300 partidos oficiales en su haber.

Con su Vasco de Gama ganó seis campeonatos cariocas en trece años y fue clave en la conquista de la única Copa de Campeones de Sudamérica, disputada en 1948 y ganada en la final contra el poderoso River Plate gracias a un penalti parado por Barbosa al gran Ángel Labruna.

Moacyr Barbosa murió de un infarto a los setenta y nueve años en su Praia Grande después de haber vivido los últimos años de su vida en el umbral de la miseria, con sólo el exiguo subsidio que le pagaba la federación brasileña.

Solo, humillado y olvidado.

“Creo que he pensado en aquel disparo de Ghiggia al menos un millón de veces”, diría en una de sus últimas entrevistas uno de los mejores porteros brasileños de la historia.

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Nota: Para quienes quieran saber más sobre esta trágica historia, recomiendo encarecidamente la lectura de “El último desfile de Moacyr Barbosa”, el hermoso libro escrito por Darwin Pastorin.